23 de noviembre de 2010

Rodriguez G


El conflicto de Malvinas. Enseñanza de futuro para nuestra integración latinoamericana y caribeña

Sergio Rodríguez Gelfenstein (*)



Durante la madrugada del 2 de abril de 1982, Ronald Reagan y el general Leopoldo Galtieri mantuvieron un tenso dialogo vía telefónica que duró aproximadamente cincuenta minutos. En ese momento ya era un hecho la recuperación de las Islas Malvinas en el Atlántico Sur por tropas de las Fuerzas Armadas argentinas. Las islas permanecían ocupadas por Gran Bretaña desde el 2 de enero de 1833, veintidos años después del retiro, en 1811, de la guarnición española destacada en ese territorio: Así mismo habían pasado trece años desde el 6 de noviembre de 1820, cuando Argentina como nación independiente declarara y ejerciera la soberanía efectiva sobre este archipiélago, distante a 500 kilómetros de la costa patagónica y a 14.000 kilómetros del Reino Unido.
El general Galtieri, ex comandante en jefe de las Fuerzas Armadas argentinas, con escasos cuatro meses al frente de los destinos de esa nación, después de haber desplazado del poder al general Roberto Eduardo Viola en diciembre de 1981, no se sintió cómodo ni satisfecho una vez finalizada la entrevista con el presidente estadounidense. Galtieri tenía la secreta esperanza de obtener un claro respaldo de Reagan, o al menos una efectiva y cómplice neutralidad que contribuyera a impedir una reacción británica en la que podría emplear todo el poder de sus armas. Por el contrario, el mandatario norteamericano había intentado en reiteradas ocasiones convencer al general que se abstuviera de una operación bélica en las Islas Malvinas, y le advirtió que ante una “agresión”, como la calificó, provocaría una segura y enérgica respuesta de Margaret Thatcher. Finalmente le habría ofrecido intermediar ante el inminente conflicto internacional [1].
Los rápidos enfrentamientos por la recuperación del archipiélago, se convirtieron apenas en el primer combate de una guerra que provocaría múltiples consecuencias en diferentes ámbitos y que se libraría en diversos escenarios, muy distantes de las frías e inhóspitas costas y mares adyacentes a las islas.
En el plano internacional, Argentina parecía tener todos los elementos a su favor. Pretendía recuperar una parte de su espacio territorial cuya legitimidad había sido reconocida por los organismos internacionales con injerencia en el caso, la Organización de Naciones Unidas (ONU), al reconocer la naturaleza colonial de diferendo en su Resolución 1514 (XV) y la validez de los reclamos argentinos sobre las islas Malvinas, Georgias del Sur y Sándwich del Sur en su Resolución 2065 (XX) invitando a los gobiernos de Argentina y Gran Bretaña a mantener negociaciones por el futuro de las islas.
En ese marco, apenas dos días después de la ocupación militar, a petición de Gran Bretaña, se reunía con urgencia el Consejo de Seguridad de la ONU. La resolución 502 adoptada por este organismo fue contraria a los propósitos argentinos. En el acuerdo se condena la acción y se exige el retiro inmediato de las tropas. Éste, quizás no fue el golpe más duro y sorprendente para Galtieri y sus generales, como sí lo fue la conducta de Estados Unidos de pleno respaldo a la moción propuesta por su principal aliado europeo en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Como afirma Isidoro Gilbert[2], “la diplomacia de Galtieri conducida por Nicanor Costa Méndez, no leyó bien el mapa mundial. Estuvieron (sic) persuadidos de que en el Consejo de Seguridad, tanto la Unión Soviética como China iban a torpedear cualquier resolución que atara las manos al Reino Unido. Moscú y Pekín hicieron gala de solidaridad verbal con los argentinos. Dentro de la URSS, lo menos que se quería era un involucramiento directo que afectara las relaciones con Londres y Washington de manera brutal. Los soviéticos se habían convertido en el primer comprador de alimentos argentinos y por eso la Junta Militar se negó a apoyar el bloqueo comercial contra Moscú por su invasión a Afganistán”.
 Así comenzó a desarrollarse una trama en la que se había creado una cabeza de playa en la arena internacional, escenario en el cual el gobierno norteamericano se transformaría en un actor determinante en la derrota de Argentina en sus aspiraciones por mantener la soberanía sobre las islas. La prensa bonaerense de inmediato se hizo eco de este “asombro doloroso”. 
 Entre los días 26 y 28 de abril se reunieron en Washington, a petición de Argentina, los ministros de Relaciones Exteriores de la Organización de Estados Americanos (OEA). La declaración adoptada por los países americanos fue de respaldo mayoritario a las aspiraciones argentinas. Diecisiete votos a favor, con la abstención de cuatro de sus miembros,  Estados Unidos., Chile, en ese momento bajo la dictadura de Pinochet, Colombia y Trinidad-Tobago. La declaración estaba fundada en el artículo 6 del documento constitutivo del Tratado Interamericano de Defensa (TIAR), firmado en Río de Janeiro el 2 de septiembre 1947, que sustenta el principio de la solidaridad interamericana y establece “las medidas que en caso de agresión se deben tomar en ayuda del agredido o en todo caso las que convenga tomar para la defensa común y para el mantenimiento de la paz y la seguridad del Continente” [3]. El acuerdo demandaba a Gran Bretaña el cese de hostilidades, reconocía la soberanía de Argentina sobre las islas, le exigía a este país no agravar la situación ya creada, para finalmente demandar una tregua y una solución negociada del conflicto. Fue un contundente triunfo argentino propiciado por un claro sentimiento latinoamericanista de los países del área, que la prensa argentina celebró alborozada. Muy poco tiempo duraría este regocijo en aquellos que conducían política y militarmente la nación argentina.    
 El 30 de abril, dos días después de la reunión de la OEA, el presidente Reagan informa mediante declaración pública dada en la Casa Blanca, su clara y definitiva alineación junto a Gran Bretaña frente a la “agresión armada” argentina. Casi inmediatamente el Secretario de Estado Alexander Haig, anuncia un paquete de sanciones económicas y militares que Estados Unidos le impondría al gobierno y las Fuerzas Armadas del país austral. Es sabido que desde los primeros momentos Estados Unidos apoyó con infraestructura, combustible, repuestos e insumos militares a la Armada Real y a las tropas inglesas, de la misma manera que ofrecieron toda la información acumulada sobre las capacidades combativas de las fuerzas argentinas, el tipo y posibilidades de su técnica de combate aérea, naval y terrestre. También pusieron a disposición del alto mando británico información obtenida por intercepción radio-electrónica, datos meteorológicos y de localización de los principales medios navales y aéreos argentinos, para lo cual dispusieron del pleno empleo de información satelital y la exploración de aviones especializados Awacs estadounidenses. En esta vasta colaboración se incluyó hasta información proporcionada por la CIA. Lo único que no harían –señaló el presidente estadounidense– era participar directamente en el conflicto con tropas[4].
 El 16 de junio de 1982, un mes y medio después del anuncio norteamericano de apoyo irrestricto a Gran Bretaña, el general Galtieri reconoce públicamente en un mensaje al país la derrota de las tropas argentinas a manos de las fuerzas británicas[5]. Pocos días más tarde, el propio Galtieri en entrevista concedida a la periodista Oriana Fallaci, entre otras cosas admite con amargura y decepción el papel de Estados Unidos en la derrota, y llega a calificar el proceder norteamericano como una “traición[6]. En el mismo día y mes de junio, Nicanor Costa Méndez, diplomático de carrera, inveterado anticomunista, muy cercano a Estados Unidos y ministro de Relaciones Exteriores del gobierno argentino, debe reconocer la capitulación y se la adjudica a la superioridad militar y tecnológica de Gran Bretaña y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, y acepta con amargura la determinante participación de Estados Unidos, en el que actuó más como integrante de esa alianza militar que une a los dos países, que como miembro del TIAR. A continuación, el canciller argentino de manera sorprendente, denuncia la desarticulación del sistema y pacto de defensa hemisférico, ante el desconocimiento de sus resoluciones por parte del gobierno estadounidense [7].
 No es posible abstraerse del papel que jugó en este conflicto la prolongada y cruenta lucha librada con alguna intermitencia, desde la década de los 60, por estas mismas Fuerzas Armadas contra las organizaciones políticas y sociales populares argentinas, en una guerra interna profundizada desde el golpe militar de 1976, en el cual las graves violaciones a los derechos humanos fueron el rasgo distintivo del actuar de las diferentes juntas militares que se sucedieron en el poder. El legítimo sentimiento patriótico que concitó en los argentinos la recuperación de las islas, fue suficiente para unificar a todo un pueblo tras esta guerra justa conducida por dictadores antidemocráticos responsables de torturas y de decenas de miles de desaparecidos. De igual manera, e independiente al heroísmo de pilotos, marinos y soldados que sin preparación fueron llevados a la guerra, es imprescindible considerar en la derrota la demostrada incapacidad de los conductores y oficiales en la preparación, planificación, aseguramiento multilateral, organización y realización de los combates. Su probada eficacia en la guerra contrainsurgente desplegada contra guerrilleros urbanos y rurales en el propio territorio continental, les brindó cierta suficiencia en la apreciación y evaluación de sus propias capacidades, falencia que quedaría en dramática evidencia, ante la magnitud y carácter de los combates contra las fuerzas invasoras profesionales británicas [8]. No obstante estas consideraciones generales de la lucha armada, limitada territorialmente al teatro de operaciones del Atlántico Sur, es en el escenario internacional donde mayores y más sorprendentes fueron los yerros de los militares y políticos planificadores de esta contienda.
 La amarga y dolorosa consternación sufrida por los generales argentinos ante el abandono estadounidense, que incluso llevó a Galtieri a calificarlos de “traidores”, fue demostrativo de que su formación les impedía entender la esencia imperialista de la política exterior de Estados Unidos, en la que existe una prolongada historia de vínculos con los países del sur del Río Bravo, basados invariablemente en sus intereses económicos, de expansión y dominación, antes de obedecer a principios y compromisos éticos y políticos.
Por primera vez en la historia de las relaciones interamericanas se ponía a prueba la esencia del “panamericanismo” y su supuesta concepción de defensa regional, ante una potencia extra continental, en este caso Gran Bretaña, que actuaba en contra de una de las naciones de América. En el conflicto de las Malvinas, las complejidades de las relaciones internacionales creadas después de la Segunda Guerra Mundial y las intenciones de los militares por solucionar la grave situación interna a partir del justo reclamo nacional por las Malvinas, habían desestructurado un escenario internacional largamente construido por Estados Unidos contra el comunismo y los países del campo socialista. Para lamento estadounidense, en la guerra de las Malvinas no fue precisamente la flota soviética la que actuó arteramente en el continente americano.
 Los generales planificadores argentinos habrían estimado la probable respuesta estadounidense a partir de sus excelentes relaciones con Estados Unidos en las últimas décadas, principalmente considerando la cooperación y complicidad del gobierno de Reagan en su lucha contra todos aquellos proyectos democráticos, populares y revolucionarios surgidos en la propia región. Los militares argentinos asesoraron, instruyeron y entregaron préstamos de financiamiento para compra de armamentos a sus pares salvadoreños y a las bandas contrarrevolucionarias que luchaban por derrotar a la Revolución Sandinista. Galtieri, que había estado en dos ocasiones en 1980 en el Pentágono como jefe de las Fuerzas Armadas, era el “niño mimado” de los estadounidenses. En esa misma lógica miembros de la Junta Militar argentina habían visitado al dictador nicaragüense Anastasio Somoza en 1977 y el Estado Mayor del ejército argentino contaba con un plan para combatir al comunismo en todo el continente [9].
 La apreciación argentina de corto alcance había ignorado la condición y conducta imperial de Estados Unidos a lo largo de toda su historia, desde su expansión territorial hacia el oeste que le arrebató a México casi la mitad de su superficie en el siglo XIX, hasta las últimas intervenciones en Centroamérica al finalizar la década de los 70 del siglo pasado.
Por otra parte, desestimaron la correlación internacional de fuerzas políticas y militares creadas a partir del término de la Segunda Guerra Mundial y el orden bipolar que ella creó, en la cual la contradicción fundamental estaba dada por la existencia de dos sistemas antagónicos, representados en un polo por Estados Unidos y los países capitalistas desarrollados, en el cual Gran Bretaña ocupaba un papel principal, y otro polo conformado por Unión Soviética y los países socialistas de Europa del este. Eran aún los tiempos de la Guerra Fría, peligrosamente agravada bajo el gobierno de Ronald Reagan (1980-1988). En este tablero universal, los generales argentinos extraviaron su posición.  
Los intentos de unidad de los países latinoamericanos son de tan larga data, como las aspiraciones de Estados Unidos por impedir o dirigir dicho proceso en función de sus propios intereses. Dos grandes etapas se pueden distinguir a lo largo de esta historia. La primera se extiende desde la independencia de las repúblicas hispanoamericanas hasta casi finalizar el siglo XIX, cuando Estados Unidos interviene militarmente en la Guerra hispano-cubana en 1898. Corresponde con todo el largo proceso de su crecimiento y acumulación capitalista frente al decadente Imperio Británico. Un segundo gran período, se inicia desde esa intervención, bajo su nueva condición imperial, hasta los tiempos actuales, que debiera culminar —es una apuesta— con el nacimiento y consolidación definitiva de la Comunidad de Estados de América Latina y el Caribe (CELAC). Es la etapa de las relaciones de dominación imperialista de Estados Unidos sobre “Nuestra América”, como la llamó José Martí. Sería una falsedad histórica atribuir al imperialismo norteamericano toda la responsabilidad en esta incapacidad de lograr la unidad de los pueblos y naciones del sur del Río Bravo. En este devenir histórico, las numerosas y diversas oligarquías nacionales, compulsadas por sus intereses locales, junto a gobiernos débiles y dependientes, han sido parte significativa del fracaso unitario.
Fueron precisamente las grandes potencias (Gran Bretaña y Estados Unidos), bajo un clima de presión diplomática, las que impidieron alcanzar los tempranos propósitos integracionistas del Congreso de Panamá de 1826 promovido por el Libertador Simón Bolívar. Mucho menos, permitió Estados Unidos la creación de un ejército libertador hispanoamericano –que era uno de los propósitos de los congregados– para participar en las luchas de independencia de Puerto Rico y Cuba aún bajo dominio español.
Después de la muerte de Bolívar, las ideas de unidad regional sólo fueron retomadas ocasionalmente a lo largo del siglo XIX. Seis eventos e intentos unitarios sudamericanos se registran a lo largo de ese siglo, Perú (1847, 1864-1865 y 1877), Venezuela (1856 y 1883) y Panamá (1881). U­no de estos cónclaves (Perú, 1864-1865) llegó a ser considerado como un “congreso hispanoamericano”, en el que se establecieron tratados y acuerdos entre los países participantes; sin embargo, ninguno trascendería en la creación de una organización regional. En su gran mayoría fueron convocados ante las constantes amenazas de las grandes potencias coloniales del siglo XIX. Su rasgo distintivo fue la exclusión de Estados Unidos, que ordenaba sus relaciones a través de los preceptos de la Doctrina Monroe, expresión de de la rivalidad anglo-estadounidense, de su ambición hegemónica, de la disputa de los territorios centro y suramericanos y de las unilaterales intenciones expansionistas de Estados Unidos. El caso de mayor envergadura en la agresión y conquista de un país latinoamericano o del Caribe en ese período, fue la pérdida por México de unos dos millones y medio de kilómetros cuadrados de su territorio, que significaba casi la mitad del país arrebatado por Estados Unidos, en un prolongado episodio de ocupación territorial encubierta y guerra intermitente, desarrollado desde 1821 hasta la capitulación mexicana en 1848 [10].
Los vínculos de América Latina y el Caribe con Estados Unidos desde la última década del siglo XIX, hasta fines del siglo XX, es decir durante toda una centuria, estarían determinados y subordinados a los intereses comerciales y políticos del imperialismo norteamericano. El Panamericanismo nace con el propósito fundamental de contrarrestar la influencia y penetración de Gran Bretaña en el continente. La I Conferencia Panamericana fue organizada en Washington entre 1889 y 1890. Desde entonces hasta la V Conferencia Panamericana, realizada en Santiago de Chile en 1923, el presidente de la organización había sido “por derecho propio” el Secretario de Estado estadounidense. La VI Conferencia celebrada en La Habana en 1928, bajo un régimen dictatorial, es recordada por los intentos de la potencia imperial por aprobar el derecho de intervención. No es hasta la VII Conferencia celebrada en Montevideo en 1933, que los países latinoamericanos aprobaron el principio de no intervención en los asuntos internos de otros países, a instancias de la propia Cuba, quien recientemente se había liberado del dictador pro yanqui de turno [11].
A esta conferencia, que se realiza casi al finalizar la crisis de los años 1929 al 1933, el presidente Roosevelt envió un mensaje donde da a conocer la nueva política conocida como del “Buen Vecino”, con el propósito de estimular las relaciones económicas y comerciales con los países del hemisferio, deterioradas por los efectos de la crisis. Fue en este período –previo a la Segunda Guerra Mundial– cuando se produce la mayor cantidad de intervenciones militares en la región, Cuba de 1898 a 1902 y de 1906 a 1909, República Dominicana en 1905 donde asume el control de las aduanas y las finanzas, para después ocuparla militarmente desde 1916 hasta 1924. Nicaragua de 1912 a 1925, México de 1914 a 1917 y Haití de 1915 a 1934 fueron objeto de la agresión imperial. Más adelante se utilizarían otros instrumentos de política exterior sutiles, pero no menos agresivos como la “diplomacia del dólar” que se proponía “colaborar” con las insolventes naciones latinoamericanas. Si en América Central y el Caribe se empleaba la ocupación militar con los marines, en otros países del hemisferio, más alejados, se empleaban técnicas engañosas como el control financiero, económico y comercial. Fue el caso de Bolivia, Perú, Colombia y Chile [12].
 La Segunda Guerra Mundial y el ordenamiento internacional resultante del fin de la misma, le otorgarían a las relaciones de Estados Unidos con el resto de los países americanos, un carácter particular que en lo esencial perduraría hasta la última década del siglo XX con la desaparición de la Unión Soviética. Desde la VIII Conferencia Panamericana reunida en Lima en 1938, y la de Chapultepec en México en 1945, Estados Unidos se propuso construir una alianza militar defensiva de las naciones hemisféricas contra una agresión externa, que era un claro intento de impedir la influencia soviética en el continente. La guerra produjo el alineamiento de la mayoría de los países latinoamericanos con la potencia del norte, con la excepción de Argentina que sería obligada a ello mediante actos de fuerza en 1944. La derrota del fascismo a escala internacional, la necesidad de Estados Unidos. de mantener vínculos económicos con los Estados latinoamericanos para garantizar su condición de suministradores de materias primas con precios preferenciales, y establecer favorables condiciones para sus inversiones de la banca y la empresa privada enormemente fortalecida por la propia guerra, la corriente de rebeldía popular y antifascista en América Latina que condujo a la caída de regímenes dictatoriales y tiránicos, el fortalecimiento de los partidos comunistas y de la izquierda antiimperialista y nacionalista en la región, la consolidación e influencia en el mundo de la Unión Soviética por sus indiscutible papel en la derrota del fascismo, la creación del campo socialista con la incorporación de un grupo de países de Europa oriental y el desastre general en que quedó sumido este continente son, entre otros antecedentes, incentivos que obligan a Estados Unidos a un nuevo reordenamiento de las relaciones con sus vecinos del sur y al inmediato interés de crear una estructura interamericano que respondiera a esta lógica y que  fuera expresión de la nueva correlación de fuerzas que detonaba el sistema internacional de la posguerra.
 A principios de 1946, el primer ministro británico Winston Churchill en visita Estados Unidos y en un discurso se refiere por primera vez a la “cortina de hierro” que dividía a la Europa de la postguerra, presagiando la confrontación global que se avecinaba. El concepto de Guerra Fría se popularizaría a partir de su uso por un conocido columnista norteamericano, en un libro crítico del grave conflicto que proyectaba en la política exterior estadounidense. En lo adelante los presidentes de este país, con particulares excepciones en su intensidad, formas de lucha y grado de virulencia, harían de la “contención del comunismo” centro de la política global, principalmente en el terreno económico y militar, en un contexto de un clima ideológico anticomunista en ocasiones rayano en la histeria [13].
 El sistema interamericano diseñado por Estados Unidos se estructuraba con dos componentes, uno militar y uno político. El primero que se crea es el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca en 1947 en Río de Janeiro. Un año después en 1948 durante la IX Conferencia Interamericana en Bogotá se crea la Organización de Estados Americanos (OEA), integrada por veinte Estados latinoamericanos y Estados Unidos.
Paralelamente, comienzan las negociaciones que derivarían en 1949 en la formación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, constituida por Estados Unidos, Canadá y sus aliados europeos
Desde el primer momento, tanto el TIAR como la OEA se estructuraron de acuerdo a un articulado que invariablemente ha servido de instrumento jurídico para la legitimación de la intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de los Estados latinoamericanos. “La amenaza del comunismo Internacional” en adelante serviría para intervenir militarmente, o de forma encubierta, en los países del área. La X Conferencia de 1954 serviría para justificar la participación directa de Estados Unidos en Guatemala en contra del gobierno nacionalista de Jacobo Arbenz. El artículo 15 de la Constitución de la OEA prohíbe explícitamente intervenir “directa o indirectamente, sea cual fuere el motivo en los asuntos internos o externos de cualquier otro”. En enero de 1962, Estados Unidos., con la complicidad de casi todos los países integrantes de la OEA, con excepción de México, ordena sancionar y romper relaciones diplomáticas con Cuba en la Octava Reunión de Consulta del organismo realizada en Punta del Este, Uruguay.
En 1965, a instancias de la Casa Blanca, la OEA crea unas simbólicas fuerzas de paz que dan cobertura política a la intervención de 40.000 marines estadounidenses en República Dominicana con la misión de terminar con la revolución nacionalista encabezada por el coronel Francisco Caamaño Deñó.
Mientras esto ocurría en América, Estados Unidos ya consolidado como la primera potencia económica y militar del mundo de la postguerra, una vez conformada la OTAN, concentró la colaboración económica y tecnológica con Europa a través del Plan de Reconstrucción Europeo conocido como Plan Marshall. En pocos años los centros capitalistas de Europa, y de manera particular Gran Bretaña, dan un espectacular salto en todas las esferas de la economía y la vida de sus países. Se consolida así una sólida alianza del mundo capitalista desarrollado de primera línea frente a la Unión Soviética. Casi al finalizar la década de los 70 del siglo pasado, bajo el gobierno de James Carter, desde los centros de poder surge la concepción “trilateral del desarrollo multilateral del capitalismo desarrollado, que se sustenta en los Estados Unidos, Europa y Japón que también había protagonizado un acelerado proceso de reconstrucción de su economía, para convertirse en una de las naciones industrializadas más importantes del mundo. Era una mirada estratégica con una visión global e integradora de estos tres grandes centros del poder económico, tecnológico y militar del mundo capitalista [14].
 En 1980, previo a la guerra de las Malvinas, el recién estrenado presidente Ronald Reagan, con quién debió lidiar el general Galtieri, le da impulso a un vasto plan armamentista, conocido popularmente como la “guerra de las galaxias”, que responde a una profundización de la Guerra Fría, y de la lucha contra la Unión Soviética. Se reanuda la costosa carrera por la supremacía de las armas nucleares, hasta ese momento limitada por las políticas de distensión del gobierno de Carter. Hasta la lejana Isla de Pascua era considerada en esta guerra del espacio. Esta “segunda Guerra Fría”, es consecuencias de cambios profundos en la estructura de poder interno en Estados Unidos una ola de conservadurismo reaccionario de una nueva derecha inunda la política nacional e internacional [15]. Se anuncian cambios económicos estructurales con un modelo neoliberal que pretende dinamizar y poner a estados Unidos otra vez como líder indiscutido de la economía mundial. Reagan y la primera ministra británica Margaret Thatcher han quedado para la historia como los “paladines” del impulso de estos modelos neoliberales que se tocan al finalizar el siglo con la revolución tecnológica, de la informática y las comunicaciones, que darían cuerpo al fenómeno de la globalización de toda la sociedad.
 En estos precisos momentos, cuando Reagan estaba cavilando acerca de las posibilidades de que sus cohetes interceptores volaran por la estratosfera, cuando ni se imaginaba que el fin de la Unión Soviética estaba cerca, es que debe comunicarse con Galtieri para impedir que Thatcher reaccione “mal humorada” por unas islas lejanas del Atlántico Sur que, en la conversación con el general, llamó Falkland.
 “¿Qué importa el TIAR?”, dijo sin ambigüedades el secretario de Defensa de Estados Unidos Gaspar Weimberger, “las obligaciones son con la OTAN, es más importante Europa que el TIAR. Gran Bretaña con las Malvinas dará total control sobre el continente latinoamericano” [16].
Esta frase del secretario de Defensa estadounidense refleja el verdadero sentido de la confrontación estratégica que establece alianzas que van más allá de lo que Estados Unidos consideraba una escaramuza en un alejado rincón del planeta. Se sustentaba en la posibilidad real de derrotar al enemigo polar para lo cual Gran Bretaña era su aliado más confiable sobre todo en un momento en que la cercanía ideológica entre Reagan y Thatcher era expresión del avance de ideas conservadoras que avizoraban la construcción de una fortaleza nunca antes conocida en el escenario internacional.
Estas verdades parecieron ser desconocidas por los generales argentinos quienes sobrevaloraron una alianza con Estados Unidos, que no superaba los objetivos tácticos de imponer su hegemonía en el continente aplicando la Doctrina de Seguridad Nacional en favor de establecer un control que evitara la expansión ideológica de su enemigo estratégico. Las Fuerzas Armadas argentinas como casi todas las del continente sirvieron a esa causa con el apoyo de Estados Unidos, pero erraron en la apreciación de los alcances que iba a tener la confrontación en la que implicaron a su país de manera oportunista e interesada.
Los organismos internacionales creados en la posguerra para asegurar la paz, mostraron su insolvencia para prever este conflicto, mucho menos hicieron para evitarlo o solucionarlo. Quedaba en evidencia su incapacidad para actuar en casos en los que está involucrada una potencia, en particular cuando se trata de miembros del Consejo de Seguridad, la indudable dictadura mundial. Desde el punto de vista internacional, lo trascendente en el conflicto de las Malvinas es que se puso en evidencia que el sistema internacional creado por los triunfadores de la Segunda Guerra Mundial estaba diseñado para servir a sus intereses, desdeñando incluso a sus aliados cuando estos desafiaban la lógica del poder.
En particular, el sistema interamericano, conformado por el TIAR y la OEA, mostró no sólo el carácter inefectivo de su estructura, sino que hizo patente que fue diseñado a imagen y semejanza de los intereses de Estados Unidos, señalando para el resto de los países un papel secundario y subordinado a prácticas hegemónicos no aceptables en el escenario internacional.
El conflicto de las Malvinas además de transformarse en el acta de defunción del TIAR, cuestionó los fundamentos sobre los que se construyó el modelo de integración para nuestro continente. La contradicción entre la idea monroista y panamericana chocó nuevamente y de manera ostensible con la idea bolivariana que plantea una integración de los pueblos de los territorios que José Martí agrupó bajo el nombre de “Nuestra América”.
La pertenencia geográfica a una región del planeta no es un elemento suficiente para generar verdaderos móviles integracionistas y de solidaridad frente a un enemigo externo. Otros componentes, culturales, identitarios y de complementación económica concurren a la construcción de un proceso de integración que tiene en la constitución de un mecanismo de seguridad regional entre iguales, uno de los pilares fundamentales para mantener la paz y garantizar una convivencia armoniosa entre los pueblos.
El TIAR debe desaparecer, al igual que la OEA, porque no representan los intereses de la región en tanto una potencia puede imponer una hegemonía no aceptada formalmente en los documentos constitutivos de esas organizaciones. La necesidad de dar paso a nuevos mecanismos de integración entre los pueblos de la región al sur del río Bravo tuvo en el conflicto de las Malvinas un punto de inflexión en el derrotero a seguir. Gobiernos y pueblos de América Latina superando las obvias diferencias con un gobierno sátrapa y violador de derechos humanos, acudieron en la defensa de los intereses de Argentina, que eran expresión de principios latinoamericanos de derecho los cuales fueron pilares de la construcción de nuestros Estados nacionales, utilizando para ello todos los instrumentos, políticos, diplomáticos e incluso militares a su alcance. Con la sola excepción de la actuación artera del gobierno dictatorial de Augusto Pinochet, el resto de los países de la región expusieron su espíritu solidario y su vocación latinoamericanista. El grito de “Las Malvinas son argentinas” fue una consigna que recorrió valles y montañas, ríos y mares envolviendo un sentimiento que sobrepasaba y sobrepasa a los argentinos como clamor de solidaridad de todos los que nacimos y vivimos entre México y la Patagonia.
Hoy, cuando se vive un nuevo momento para varios países del continente, la creación de la Unión de Naciones de América del Sur (Unasur) y próximamente de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC) y de manera particular el Consejo Suramericano de Defensa auguran una nueva época que no repita jamás la ignominia que la invasión imperial a las Malvinas significó para nuestra región. La actuación de Estados Unidos nos dejó una gran enseñanza que nos impele a la necesidad de construir mecanismos propios con capacidad de respuesta política, diplomática y militar sin necesidad de recurrir a potencias extra regionales.
Cuando eso se haya logrado, estaremos más cerca de la verdadera Independencia y en justicia tendremos que volver la vista atrás para recordar a esos jóvenes argentinos que en aquellos aciagos días de 1982 entregaron sus vidas por la dignidad y el honor de todos los latinoamericanos y caribeños y que pusieron muy en alto una bandera que ondeará enhiesta por siempre en todo el territorio de ésta: Nuestra Patria Grande.


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(*) Magister en Relaciones Internacionales por la Universidad Central de Venezuela y profesor del Instituto de Altos Estudios del Ministerio de Relaciones Exteriores. Fue Embajador Extraordinario y Plenipotenciario en Nicaragua (2008-2009) y Director de Relaciones Internacionales de la Presidencia. Es investigador del Centro de Estudios Políticos y Sociales de América Latina (CEPSAL) de la Universidad de los Andes, en Mérida (Venezuela).


[1] Cardoso, Oscar Raúl et al, Malvinas. La trama secreta, Editorial Planeta. Primera edición en Planeta Bolsillo, Buenos Aires, 1997.
[2] http://www.lafogata.org/02latino/latinoamerica2/derechista.htm
[3] Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca en http://www.oas.org/juridico/spanish/tratados/b-29.html
[4] Selser, Gregorio, Reagan entre El Salvador y las Malvinas, México, Editorial MexSur, 1982.
[5] Clarín, Buenos Aires, 16 de junio de 1982.
[6] Revista Cambio 16, N° 551, Madrid, 21 de junio de 1982, en Verbitsky, Horacio, La última batalla de la Tercera Guerra Mundial, Editorial Legasa, Buenos Aires, 1984.
[7] Clarín, op cit.
[8] Verbitsky, op cit.
[9] Idem.
[10] Guerra Vilaboy, Sergio, Breve Historia de América Latina, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2006.
11 Torras de la Luz, Pelegrín, “Colonialismo y subdesarrollo en América Latina”, en Historia de América Latina, Número 4, Parte II, Ministerio de Educación Superior, La Habana, 1988.
12 Guerra Vilaboy, op. cit.

[13] González Gómez, Roberto, EE.UU: Doctrinas de la Guerra Fría 1947-1991, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2003.

[14] González Gómez, op. cit.
[15] Idem.
[16] Selser, op. cit.

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